VALLE DE LA CALMA (X)

 

 

 

1

 

 

Estaba agotado porque aún cuando el viaje de regreso fue mucho más corto que el tiempo que pasó intentando alejarse, el daño estaba hecho: se hallaba completamente mojado, y helado. Le horrorizó la idea de que pudiera enfermar.

Estaba seguro de haber dejado la puerta entreabierta, atorada en el montículo de nieve que estorbó su salida. Sin embargo, al retorno la encontró cerrada, sin siquiera el más mínimo indicio de que alguien la hubiera abierto apenas minutos antes.

Sin embargo, Abraham no fue castigado; pudo abrirla de vuelta.

Ahora se hallaba sentado, en la recepción, temblando. Y era debatible si se debía más por el frío que por el miedo que sentía. Subir las escalinatas para volver a su cuarto fue el ejercicio más intenso que había hecho en años.

En el último escalón, antes de apartar la puerta doble y proseguir rumbo al pasillo, consiguió reunir fuerza de voluntad para dar media vuelta y meditar, abrazándose a sí mismo, temblando, con trazos de nieve lamiendo su cabello.

No, no se equivocaba; cuando regresaba la puerta del hospital se abrió del lado contrario, no hacia fuera (hacia él), y durante ese mismo regreso tampoco tuvo que luchar para apartar kilos de nieve de en medio, como así fue cuando luchó por salir, apenas minutos antes.

Todo estaba claro: no lo iba a dejar salir. Abraham tenía que aceptar una idea de la que, en el fondo, estaba escapando, una idea que no quería hacerse y que lo aterrorizaba hasta lo insospechado: una fuerza superior a él estaba obrando en el San Niño, y cada vez se estaba manifestando con mayor fuerza.

En los días anteriores, su mente sólo había aceptado que era algo “malo”, pero no combinado con la palabra “extraño”: pensó que Valle de la Calma era un pueblo de locos, como en aquella película de Sean Penn que había visto con Susana recostada en su regazo, “Vuelta en U”. Pero no había pasado de eso, de notar que era un sitio particular y de hacer un par de bromas despectivas en la salvedad de su cabeza.

Llegó a pensar, también, que necesitaba antidepresivos. Pero ni él mismo estaba seguro de por qué, o por qué los recordó, ni para qué los necesitaba exactamente. ¿Calmarse? La idea de intentar suicidarse con ellos surgía como una opción cada vez más razonable. Había tomado algunos durante pocas semanas cuando la familia en pleno, después de la crisis, tomó su primera decisión funcional en medio de una racha de acontecimientos disfuncionales: ir al psicólogo, psicólogo que, al contemplar el monstruo de siete cabezas que tenía encima el padre (un cuadro depresivo que fue su bautismo de fuego, porque era un hombre de edad algo más cercana a la de Abraham que a la de su padre) remitiría a los Castelblanch al psiquiatra.

<<Me estoy volviendo loco, aquí y ahora>>, se dijo a sí mismo.

Pero era más una esperanza que una afirmación pesimista. Una escapatoria. Lo que estaba ocurriendo a su alrededor era real, y su mente no era flexible como la de un niño, que puede aceptar que este es un mundo de fantasmas y ovnis lo mismo que un montón de terroristas musulmanes estrellando aviones contra las Torres Gemelas.

Sentía que tenía ganas de llorar, otra vez.

<<No me va a dejar salir, ¿y por qué? ¿Qué quiere?>>

Y de pronto, se puso a pensar en Dios, otra vez.

En las últimas semanas lo había insultado y retado incontables veces, ni qué hablar de los últimos tres años. Había llegado a negar su existencia no como un descubrimiento lógico sino como un desafío lanzado al cielo, y por más que hacía cuentas y trataba de predicar su propia idea, irremisiblemente volvía a Él, implorando por algo: a veces misericordia, a veces solución a los problemas. Se descubría a sí mismo como uno de esos descerebrados que niegan su existencia pero que no dejan de reprocharle ni un segundo lo mala que les ha hecho Él la vida cuando se cortan las venas.

<<Pero nadie que se maquille de vampiro se las ha visto nunca con una situación tan jodida como la tuya, ¿verdad? ¿No es así, Abraham? Y sin embargo no te has hecho emo, te felicito, eres un capo. Tú puedes aguantar más golpes que todos>>

Necesitaba agua caliente, darse un baño cuanto antes... ¿y si el señor del inodoro volvía a aparecer? ¿Y si lo hacía mientras él estaba en la ducha? Lo estaban cercando, sí… lo estaban cercando cada vez más.

..

2

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El cuarto de baño se había transformado en un set de película de horror los años 50; estaba lleno de vapor, y no se podía ver con claridad ni siquiera a un metro de distancia.

Para como andaba su imaginación, a Abraham se le ocurrió que un par de manos frías y podridas, saliendo de la nada, se anudarían alrededor de su cuello en el momento que menos lo esperase. Para su sorpresa –y alivio- se descubrió a sí mismo bastante tranquilo de estar en el lugar que tanto terror le había producido la noche anterior.

Pero era una calma tensa…

Se tuvo que secar fuera del baño, adentro la humedad del vapor era demasiado densa. Hacía frío, pero había permanecido por lo menos treinta minutos debajo del agua más caliente que había recibido en la vida. Podría soportarlo.

Por lo menos había agua caliente. Pero Abraham se parecía cada vez más a un perro golpeado que a una persona, y tal cosa no sólo se veía por fuera sino por dentro: no podía ver lo bueno como algo bueno, sino como una trampa. Si había agua caliente es porque seguramente, el San Niño estaba fundado encima del mismísimo infierno.

Cuando se estaba secando la cabeza, quedó perplejo al observar la pared que se alzaba tras la cabecera de su cama... una vieja amiga había reaparecido: la mancha negra.

El tamaño era similar al de su dedo pulgar.

Se le quedó mirando, largamente, casi olvidando de que le urgía ponerse ropa seca.

<<Tal vez lo vea crecer yo mismo>>

Se le ocurrió que, si dormía esa noche en la cama, la mancha se despegaría de la pared y le caería encima, como una ladilla.

Por fortuna, su mente nunca había profetizado adecuadamente ninguno de los sucesos raros en el hospital... estos solían ser diferentes.

Y es que precisamente esa era una de las cosas que más miedo le daban: que no podía esperarse nada que él pudiera o estuviera en capacidad de imaginarse ¿y por qué?

<<Porque lo que está pasando no está dentro de tu cabeza, chico... los espantos de aquí son legítimos, tienen cuerda propia>>.

- Maldita sea –susurró-

Recordando con exactitud las cosas que, en su infancia, le habían dado miedo. Desempolvó una vieja reflexión gris, que había sido genial para un niño de su edad: si el temor pudiera medirse con una barra, podríamos restar por lo menos 50% del miedo total si tan sólo tuviéramos a alguien quien nos acompañara.

Y así era. Había señoras y ancianas que se sentían seguras durmiendo en el mismo cuarto que un Pug, uno de esos que no conseguirían detener ni siquiera a un niño de diez años.

Entonces ¿por qué la señora se sentía segura? Vericuetos de la mente humana.

Además, los perros podían ser útiles porque se supone que son radares de lo paranormal; ellos pueden captar si hay un fantasma cerca. ¿Realidad, o sólo más mierda de las películas modernas? Abraham no lo sabía, pero hubiera dado todo por tener aunque sea una pequeña compañía.

<<Esta noche va a pasar algo... estoy seguro>>

Y, ciertamente, así era.

La cuestión era armar su plan de defensa: ¿se iba a quedar a dormir ahí, en la habitación? ¿O encontraría un lugar más seguro?

Giró la cabeza, para ver la mancha negra en la pared. No había crecido, de momento. Pero esperaba verlo.

Revisó su reloj de pulsera, ya eran las 4:00 p.m.

En su sano juicio, lo mejor que podía hacer, ya que no pudo escapar, sería encontrar a alguien en el hospital, y hacerle entrar en razón, así tuviera que liarlo (o liarla, pensó en Margot, con cierta satisfacción) a cachetadas. No le costaría mucho esfuerzo hacerlo, (al menos no si se trataba de Lily). A decir verdad, ahora no le costaría para nada salirse de sus patrones comunes de conducta... él también podía ser bastante guasonesco cuando entraba en confianza, y eso era exactamente lo que necesitaba hacer. ¿Van a llamar a la policía? Dios, ojalá.

- Tal vez deba quemarte, maldito hijo de puta –siseó, viendo a su alrededor.

De pronto, casi como una revelación, como si le hubiesen disparado una idea en forma de bala, se le vino a la mente algo que le dejó la cabeza en blanco:

<<Susana>>

Ella había sido la gota que derramó el vaso, el motivo por el que había hecho su último intento de escape (¿o tal vez había sido sólo la nota que consiguió bajo la cama en sí?) “Si yo fuera tú, llamaría a Susana de inmediato”, rezaba.

Ahora, a los planes de conseguir una compañía se agregaba algo más: conseguir monedas, para realizar otra llamada a larga distancia... o tal vez incluso golpear a alguien para que se las diera ¿por qué no? Tal vez su amiga Margot usara alcancía.

<<Susana...>>

¿Qué había pasado? ¿Por qué la nota había dicho que la llamara? No se estaba cuestionando quien “diablos” la escribió, quien “coño” la puso debajo de su cama, y como “carajo” el que la escribió supo sobre la existencia de ella, no: ahora pensaba si algo le había pasado.

 

Empezó a hacerse ideas malas, una todavía peor que la otra, en secuencia progresiva.

La primera fue que estaba en peligro... podía sentirlo como nunca había tenido premonición alguna.

La segunda fue la pieza que armó el rompecabezas: Susana está mal, y El San Niño tiene algo que ver en eso

La tercera fue que era el colmo que, además de él, también ella estuviera metida en algo, ¿qué más faltaba? ¿Hasta dónde podía llegar el maldito hospital? ¿Hasta dónde diablos? ¿Volvería loco a algún chino y le haría apretar algún botón rojo en un bunker secreto en Pekín?

Era lógico ¿no? Era completamente lógico: la llamada se había cortado aquél día, la línea empezó a crepitar. Eso lo había asustado mucho. Y la voz, Dios, la voz. Aquella voz que había aparecido de la nada.

Era difícil ligar algo que tan sólo duró un par de segundos con el resto de las ideas, pero sin dudas era una pista... por los mil demonios, era la única pista.

¿Qué le iba a decir cuando se comunicara con ella? Iba a hacerlo, eso seguro, porque estaba dispuesto a caerle a patadas a la caja registradora del restaurante si fuera necesario. La idea de conseguir monedas se hacía cada vez más emocionante.

“Hola princesa... ¿cómo estás? Recibí la nota... ¿todo bien? ¿Sí? ¿Qué cómo estoy yo? Atrapado. ¡Manda a la Guardia Nacional, carajo!”

O podía ser (y ese “o” sonó largo y tendido en su caverna) que sólo quisieran asustarlo. Que todo estuviera bien en Bahía Blanca, a cientos de millas de ahí.

<<¿Cómo hicieron para saber de ella?>>

No es que no hubiera explicación: cualquiera pudo haberlo escuchado hablando por teléfono aquél día ¿no? No era difícil de suponer. “Los entes” pudieron haberlo escuchado.

Pero por sobre todas las cosas, Abraham sabía que, mientras más tiempo pasara, más rápido se haría de noche... y más cerca estaría su “sorpresa especial del día”, ya le había tocado el turno al señor del inodoro ¿quién vendría ésta vez? No podía esperar a ver de qué se trataría, tal vez lo estaría esperando tras la puerta de su cuarto, tal vez incluso se lo enviarían directamente a su cama mientras estuviera durmiendo, tal vez, quizá, ya era hora de hacer contacto directo.

No había tiempo que perder... tenía que comenzar a hacer un conteo del número de personas reales que había en el hospital.

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3

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Abrió la puerta doble, hallándose de pie en un terreno que conocía bien: a su derecha, estaba la recepción, el vidrio mostraba que la nieve había subido por lo menos veinte centímetros más, como una odiosa advertencia. A su izquierda, estaban los largos corredores con los laboratorios y las oficinas, el lugar donde dos veces había intentado encontrar a Murillo sin éxito.

En el ala sur de hallaba el pasillo con los teléfonos públicos, el mismo donde dormía el personal de limpieza (o el supuesto personal); en el noreste había otro pasillo que conducía al estacionamiento trasero del San Niño, y luego el ala noroeste, cerrada, lugar desconocido para él, donde, según había oído, se hallaban los quirófanos.

Y no podía olvidar un clásico: al final del corredor principal se hallaba la cocina del hospital, y más allá, el elevador personal que llevaba a la morgue.

Margot había desaparecido, hablar con ella, incluso pegarle patadas por el trasero para obligarla a decirle cualquiera cosa que supiera sobre qué otras personas habitaban el San Niño no le parecía una mala idea. ¿Y la otra? ¿La enfermera gordita? Lily... ella no estaría demasiado feliz por la forma en cómo la trató la última vez, pero no era nada que él no pudiera arreglar; sólo necesitaba tiempo para explayarse, hablar cariñosamente, y tenerla haciendo todo lo que él necesitaba, por lo menos durante el tiempo que mordiera la carnada. Abraham se convertía en un lobo.

Pregunta: ¿y por qué ya estaba descartando a Lily como alguien cuya cordura estaba al mismo nivel bajo de Margot? <<Porque ella también se ve como una loca, no me gusta la forma en cómo me ha mirado... sus ojos son...>>

De loca. Punto final.

Estaba el enfermero que le había conminado a entrar al hospital, cuando trató de escapar por primera vez. <<El round 1>>. Aquél que le había dicho que cortarse con un bisturí sería mejor que morir de hipotermia allá afuera.

Tenía que conformarse con poco, y no hacerse ilusiones: estaba buscando a un amigo, pero sería un amigo sin carro.

Y además de buscar a ese amigo tan necesitado ¿qué otra cosa hacía falta? Aquello era un remedo perverso de la lista de compras del supermercado.

Abraham recostó la espalda a una pared y cerró los ojos. Su nuez de Adán rebotaba.

<<Ya es hora de que saques lo mejor de ti>> -pensó, con una voz que no era la suya, sino la de su padre- <<Un amigo, alimento, necesito comida para esta noche>>.

Observó en dirección a la vitrina de la cafetería.

Como un lobo.
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4

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Pensó que la explosión, precedida por un nubarrón de vidrio pulverizado que llovió sobre el suelo atraería a alguien, pero no fue así. Abraham había cogido un banquito de hierro (el mismo sobre el cual Margot ponía su trasero para parecer más a una gárgola que a una recepcionista) y lo había arrojado con una fuerza que él no sabía que tenía. En un gesto de violencia sin sentido <<y porque, al fin y al cabo, mientras más ruido haga, mejor>> le dio una patada a los dientes que quedaron en los bordes inferiores del inmenso hoyo. Se derramaron sobre el suelo como lluvia. El sonido fue dulce.

Con el crujido del cristal bajo sus zapatos, cruzó el área de las mesas y saltó la recepción. Muchas veces (y no por el hecho de haber entrado en el estatus social “C”) había pensado qué sentirían los atracadores cuando entran a robar un banco, o una tienda. Cómo serían la sensación, el nivel de adrenalina. Ahora lo estaba experimentando.

Cruzó la puerta doble de la cocina. Estaba a oscuras, pero la luz que se colaba desde las ventanas podía brindarle cierta claridad. El lugar estaba inmundo, las paredes manchadas de grasa, los cubiertos sucios, y el cordón ruidoso que sostenía la lámpara bailoteaba suavemente.

Observó atentamente el lugar, de pie ante el marco de la puerta.

En el suelo había rayas de grasa, como si hubiesen arrastrado cosas alrededor de las cocina.

Dio un paso adelante, lentamente... le asqueó ver las ollas colgadas de cabeza, la grasa guindaba entre ellas como si fuesen moco.

Por un momento se le ocurrió que la luz podía estar cortada desde hacía horas, y que la comida depositada dentro de la nevera estaba pudriéndose.

Saltó adentro y patinó sobre la grasa, a punto de perder el equilibrio.

Cayó pesadamente sobre las manijas del freezer, más alto que él y por lo menos dos veces más ancho. Abrió ambas.

La luz morada que le cubrió pareció como un portal a otro mundo: el congelador y la nevera funcionaban.

Empezó a tomar las cosas más familiares: una bolsa con panes de hamburguesa, salchichas, una bola de queso cheddar, un paquete de tocineta, de jamón cocido, de pavo... de haber tenido una hornilla a gas en su cuarto y un par de ollas limpias habría podido dar cuenta del bistec y el pollo a la plancha que se hallaban dentro de las bolsas. Su mejor virtud era la cocina, la segunda mejor era tocar guitarra. Gracias a Dios que estaban en ese orden; Lily no necesitaba de algo tan complejo para ser seducida.

Al poco tiempo sus brazos y bolsillos estaban llenos. Algo le decía que no tendría la oportunidad de hacerlo otra vez. El sexto sentido, la voz del presentimiento, más activa que nunca, y que podía incluso sentir palpitar, exclamaba que esa era la última comida en buen estado que iba a encontrar hasta que saliera del San Niño.

¿Por qué pensaba en ello? Tal vez porque en ese momento era casi un animal, un animal sobreviviendo.

Otra vez, el sentido común, le explicaba que toda la comida que llevaba sobrepasaba con creces su apetito actual junto al pronóstico alimenticio de la noche, y que por lo tanto lo sobrante estaría mejor dentro de la nevera... pero no hizo caso. ¿Y si ya no estaba ahí para cuando volviera? ¿Y si alguien más lo tomaba?

Intentando no soltar nada, caminó fuera del restaurante, y sacudió la suela de sus botas en la alfombra de la recepción. Subió las escaleras como un lobo con su presa, deseoso de comer, de calmar el apetito, de abrir lo que fuera y comenzar a despachar. Se sentía alegre, eufórico por la travesura. Era el sentimiento más feliz al que podría optar hasta que un milagro sucediera.

Sin embargo, cuando cruzó el pasillo y llegó al pie de la habitación, vio algo junto a su puerta.

Era pequeño, y no pudo distinguir qué era hasta que se acercó lo suficiente, cada vez con mayor lentitud.

Una radio a pilas, y una nota.


Abraham

Lamento no haber recordado dártela antes... pero más vale tarde que nunca.

Pásala bien
DR. MURILLO

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5

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Recobrar la compostura le tomó tiempo. Cada cosa nueva que sucedía en el San Niño <<cada mierda, como él estaba ya acostumbrado a llamarlas>> le producía un vacío; la sensación similar a lo que sentiría cualquier persona si viera un platillo volador inmenso cruzando la ciudad. Uno suele sentirse así pocas veces en la vida, pero en el caso de Abraham esas “pocas veces” se habían convertido en una rutina diaria, y no estaba siendo bueno para su salud mental. Se daba cuenta de que su cabeza comenzaba a resentirlo, como si arrancara clavos con una pinza. Por eso la ley de posibilidades natural es sabia.

Se colocó una sábana encima, cubriendo su espalda, como un súper héroe con un sastre malo. A menudo frotaba sus manos y sus pies para que el frío no calara en sus huesos. Había metido todas las provisiones en el cuarto y había pensado que, de ser el alféizar un poco más ancho, podría haber refrigerado varios alimentos ahí, a la intemperie.

Apoyó la radio en un mueble. Abraham dominaba con su vista tanto la parte de adelante del aparato como la de atrás (puesto que había un enorme espejo pegado a la pared).

La tarjeta del doctor se hallaba apoyada a un borde del aparato, por lo que también alcanzaba a leer la letra anacrónica de Murillo.

Después de entretenerse lo suficiente con sus divagaciones, se animó a prepararse un emparedado con panes de hamburguesa. Fue quizá el almuerzo más solitario que tuvo en su vida.

Más tarde se quedó sin nada más que mirar las migas del pan sobre sus sábanas. Se le ocurrió que debería entrar al baño, o por lo menos, dejar la puerta abierta. Tal vez con él ahí, estando alerta, el espectro no se atrevería a aparecer. Siempre pensaba que, de existir la magia, ésta obraba bajo los telones, y jamás a la vista del público; nadie nunca debía saber el modo como las cosas se “materializaban” a la realidad, ni aún cuando se tratara de magia real. Cada vez que sucedía algo, era cuando él no estaba viendo. La misma regla posiblemente se aplicaría a cualquier cosa mala que esperara por suceder ahí.

Dejó los alimentos apilados sobre una silla y se levantó de la cama.

Se acercó a la puerta, y cogió el pomo. Estaba tibio. Suspiró lentamente.

<<Recuerda Abraham, que cada vez que piensas en algo malo, puedes estarlo materializando, este sitio trabaja así… quizá no aparezca nada de lo que estás pensando, pero estás invocando a las cosas malas, estás ayudándolas a que sucedan>>.

Quién sabe, tal vez abriría la puerta y el tipo se le arrojaría encima tan rápido como un gato. Eso para empezar... esa sería la parte más electrizante. Pero lo peor (la escena que siempre estaba vedada a su imaginación) era el después. ¿Qué haría con él una vez que lo tuviera en el suelo, indefenso?

Para cuando empezó a girar el pomo, su corazón ya estaba bailando. Las bisagras rechinaron, como un chiste de mal gusto.

No había nada.

<<Pero puede aparecer AHORA, AHORA, AHORA>>

No, no había nada.

<<Fíjate detrás de la cortina de la ducha, él está ahí, te está esperando ahí, Abraham... te está esperando agachado, cagado de la risa por la cara que vas a poner cuando lo veas salir>>.

Pero tampoco había nada cuando apartó la cortina con el reverso de la mano.

- Maldita sea –murmuró, frotándose los ojos- por favor, no aparezcas más nunca, ¿bien? No quiero volver a verte jamás.

Se quedó en silencio. Nadie le contestó.

Se dio media vuelta, y observó su cama desordenada. Eso le hizo pensar en qué haría una vez que amaneciera. ¿Cuál sería el plan esta vez? ¿Intentar escapar de nuevo? Tal vez tratara de salir nuevamente del hospital... tal vez el azar decidiría que esta vez no nevaría y todo lo anterior resultaría sólo una –increíble- racha de mala suerte. Tal vez al mismo destino le daría vergüenza obrar de forma tan descarada. Ya llegaría el momento...

Y entonces, observó la radio.

Estaba ahí, con sus dos transistores y la malla con forma de D puesta con la joroba para arriba, observándolo de vuelta con sus dos transistores uno al lado del otro.

<<¿Me vas a encender o qué, pelotudo?>>

No pudo evitar sonreír.

La tomó con ambas manos, y se echó a la cama, colocándola sobre su pecho, viéndola de cerca.

Podía enchufarse a la pared, tenía el cordón eléctrico enrollado en la espalda. Eso facilitaría mucho las cosas. No quería tener que depender de un par de pilas que se gastaran cuando se hiciera demasiado dependiente del aparatito.

Ahora que su estómago estaba relativamente lleno, y no quería confundir el hambre con las ganas de comer. Nunca en su vida le había dado por comer en exceso, ni siquiera en los peores momentos de ansiedad, pero ahora cualquier cosa valía.

<<Por lo menos, me doy cuenta de ello>>

Giró el transistor, el pequeño “clic” precedió un nubarrón de interferencia. Por un momento, temió que el dial no captara ninguna emisora pero estaba equivocado; el aparatito era capaz de captar una buena variedad de emisoras de la provincia, algunas más claras que otras. Acabó por pescar “Vuela vuela”.

Le hizo gracia recordar que, en su adolescencia, se había bajado por el emule uno que otro disco de pop japonés. Le enorgullecía saber que, al menos en Bahía Blanca, él era el gran descubridor del género. Aquella semana no menos de doce personas le preguntaron el nombre de cualquier cantidad de temas. Quizá también, en aquel entonces, fue la persona más joven en ocurrírsele la magnífica idea de que no necesitamos entender la letra de una canción para soñar. Quizá de hecho fuera mejor así.

Por fin, Abraham se estaba distrayendo, estaba pensando en otras cosas... su mente se había puesto a volar, (sí, ¡por fin!), descansando del inclemente martirio que significaba hallarse encerrado en un lugar tormentoso.

Un lugar que ahí y ahora mismo, podía cambiar su vida, podía inclusive terminarla.

La música lo hacía fantasear muchas veces. Siempre fue una fuente de inspiración cuando quería escribir.

El problema fue que, durante el tiempo que estuvo con el aparato sobre su regazo, aumentando cada vez más el volumen, Abraham bajó la guardia, y por eso nunca se le ocurrió que quizá al “Hospital” le estaba molestando la música...

...y estaba a punto de hacérselo saber.

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6

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Sus primeras horas de distracción lo llevaron, consecuentemente, a un dormitar plácido (el primero en muchos días). Aquello era un alivio tal, tan reparador, que había perdido completa noción del hospital y sus problemas. Más tarde diría que esos momentos de dicha pasaron demasiado rápido.

Abrió los ojos cuando cobró cierta conciencia de su alrededor y se dio cuenta de que la radio ya no estaba transmitiendo música. Sintió un agujazo en el corazón. <<Se dañó>> <<se acabó>>, sin embargo, al quitarse el amodorramiento del sueño se dio cuenta que la radio todavía seguía recibiendo cierta señal. Como si el dial estuviese atrapado un punto muerto entre una emisora y otra.

De fondo se escuchaba el suave susurro de la estática.

Por momentos, se hacía más fuerte, como si el sonido estuviese representado por la línea de un electrocardiograma.

Colocó la mano sobre el dial, y sintonizó otra emisora. Tras la malla comenzó a escucharse alguna canción horrible de Dios sabe quien, pero eso no importaba: lo bueno es que la radio no se había estropeado, sólo había cambiado el dial. ¿Cómo? No lo sabía, no lo quería saber, puede que él mismo lo haya hecho por accidente y nada más.

Funcionaba, funcionaba, funcionaba... eso era todo lo que él quería. Su radiecito funcionaba. Volvió a cerrar los ojos. Todo estaba bien.

Funcionaba.

O tal vez no...

La señal volvió a perderse: el mismo sonido estático de antes, la misma línea imaginaria palpitando en la oscuridad. La música se apagó lentamente, hasta que la voz del cantante no fue sino un susurro.

La paz, <su paz> se esfumó, el nivel de adrenalina se elevó otra vez, y con ella, sus párpados.

Volvió a girar el dial. Las emisoras pasaron con velocidad.

Música – propaganda – propaganda – música – propaganda – música – música.

Detuvo la rueda repentinamente, en esa acción hubo cierto dejo de hastío. La ira comenzaba a acumularse en la vasta piscina que Abraham tenía guardada para ella. Pensaba en el suicidio como una amenaza contra alguien más que para sí mismo.

Esta vez, sonaba un blues. <<¿Yoko Kanno?>> Sí, Yoko Kanno. Una de sus grandes favoritas <<por favor, Yoko Kanno, no te vayas>>.

Pero Yoko Kanno se fue. La señal se perdía lentamente, como un televisor cuya imagen se va haciendo más pequeña hasta que queda extraviada en lo negro.

<<Maldita sea>>.

Ese “maldita sea” pronto se convertiría en una marea eléctrica de odio. Abraham estaba demasiado ocupado para darse cuenta que la mancha negra de la pared, encima de él, estaba haciéndose cada vez más grande. Y ver la forma en cómo eso sucedía era, quizá, el espectáculo menos agradable que jamás hubiera visto en su vida.

- Abraham...

Abraham abrió más los ojos, sorprendido.

- ¿Qué?
- Abraham...

Giró los ojos de aquí para allá. Sabía perfectamente de donde venía el sonido, pero quería cerciorarse primero que aquello no era cosa de su cuarto (o de Don Señor del Baño), finalmente, para bien o para mal, le hizo caso a sus sentidos y observó el origen de la voz: la radio.

Pero no lo llamaba a él, había un susurro de fondo, un susurro de dos voces.

No, no lo estaban llamando: sólo lo habían mencionado –Abraham-. Un hombre y una mujer.

Cada vez podía escucharlas mejor, eran voces familiares.

- Abraham

Su nombre, por cuarta vez.

<<¿Quiénes están hablando?>>

Pero la pregunta era absurda. Sabía quiénes eran: papá y su mamá.

Sí, eran ellos, y pronto se le hizo familiar otro detalle más, uno que fue haciendo escalas en su memoria hasta el presente, como una cucaracha caminando por un túnel: reconocía bastante lo que iba apareciendo tras la estática, una conversación que pronto se tornó en una riña.

Aquél era el momento “0”, la sensación de impotencia, de nulidad, de vacío, por cada vez que el hospital hacía de las suyas, cada vez que se manifestaba. La mente de Abraham funcionaba, no estaba (del todo) aterrorizado, pero algo muy dentro de sí lo invitaba a quedarse sentado, a seguir sudando el culo en el plácido calor de las sábanas, sin hacer nada más que ver u oír, no hacer otro rol más que el de espectador pasivo, esperando que pasara lo que tenía que pasar. Era igual a una violación pasiva.

¿Qué iba a hacer, de todos modos? Todavía no se sentía con ganas de arrojar la radio contra la pared, aunque la idea se le cruzó por la mente, no como un relámpago de furia blanca, sino como una idea fría y premeditada, tal vez, incluso, como una premonición.

Lo que escuchaba estaba poniéndose cada vez peor. La riña se hacía más acalorada. Ya no “conversaban”, ahora gritaban. Y su papá se estaba enojando más. Pocas veces lo había oído furioso, y al cabo de pocos segundos sería testigo de algo totalmente nuevo: a su padre en estado de ira demencial. Gritando, no, chillando.

Ya no era “estúpida” o “ridícula”, sino “puta”, “maldita” y “zorra”.

Los ojos de Abraham giraban rápidamente, muy rápidamente, como cuando su hermano le había dicho el secreto de su madre, las cosas que hacía cuando nadie estaba en casa, lo que le vio haciendo con aquel tipo repulsivo de brazos largos y peludos.

Sí, sus ojos giraban rápidamente, sabía por qué era la discusión, lo sabía. Y por los ecos que emitía el lugar, sabían que ni su papá ni su mamá estaban en la casa. Estaban en otro lado, sus voces se oían amortiguadas, era un espacio cerrado.

Ya no era “puta”, “maldita” o “perra”, sino gritos largos, enfurecidos, desgarrados.

Sus dedos estaban agarrotados alrededor de la radio. El plástico crujía bajo sus yemas. La vida del aparato estaba asegurada por el momento: Abraham necesitaba ver hasta donde llegaba esa situación Los gritos de su padre eran desfigurados por una corteza de odio bastante mayor a lo que Abraham a su edad habría sido capaz de lograr.

<<Dios mío>>

Rara vez la voz de su madre sobresalía entre los rugidos, ella también gritaba, de hecho, lo hacía a todo pulmón. No parecía ella, nunca la había escuchado así, porque no era el sonido de la ira no; era el de la impotencia, el de la desesperación. Y era el que más atraía a Abraham.

No, atraía no, esa no era la palabra exacta. Era el que más le <<preocupaba>>.

Pronto, la voz de ella quedaba nuevamente ahogada por la marea de furia del hombre. Aquello era como recibir una noticia de la manera más cruel. Abraham siempre había odiado a su padre por haberse convertido en un don nadie, por haber sido siempre un “maricón, inútil pasivo que no sabe hacer nada”. Ahora se sentía como el niño estúpido de las películas, aquél que se la pasa fanfarroneando toda la escena hasta que lo ponen en su lugar. Aquél que sale corriendo a su cuarto con los pantalones mojados. Esa parte de la historia él no la había escuchado, la marea de odio, de furia, una que era lo suficientemente ciega como para aterrorizarlo aún a sus veintitantos.

¿Se había sentido alguna vez así? Nunca. Ni siquiera en los peores momentos, ni siquiera cuando se sabía atrapado en el hospital. Y eso daba mucho en qué pensar. Al lado de esa serie de gritos ensordecedores, su concepción de la ira, de la verdadera locura, había cobrado nuevas dimensiones.

Y sus ojos seguían girando, ayudados con la mente a construir un escenario, uno en donde veía a papá y a mamá, movidos al son de las voces.

Fue en ese momento cuando escuchó cosas volcándose, una silla y... algo realmente pesado, tal vez una mesa llena de cosas. Se escuchaban retumbos contra la pared, un objeto de vidrio haciéndose añicos, histeria.
Abraham, alguna vez, había pegado una cachetada a cierta novia. No había sido nada muy grave, y la fuerza con que arremetió fue más bien escasa. El enojo que llevaba encima había sido su culpa, sí, pero era algo que no llevaba un día acumulándose, sino semanas, hasta que en un buen momento decidió estallar. Se preguntó, rápidamente, lo que sería capaz de hacer con el estado de rabia de su padre, y si se lo preguntaba no era por simple curiosidad morbosa; si se lo preguntaba era porque su madre era la persona más próxima a ese hombre.

Fue entonces cuando sucedió: su madre había conseguido abrirse paso con sus propios gritos, y esta vez Abraham los identificó bastante bien: pedía ayuda.

Otro retumbo más, y luego algo pesado cayendo al piso, un revolcón, un grito, su padre ya no estaba gritando, pero sí gruñía, porque estaba haciendo un esfuerzo, y la mujer lloraba y gritaba como un cordero.

La estaba matando.

Él mismo habría derribado la puerta, de estar ahí, en su casa, pero <<el lugar desde donde hablaban no podía ser su casa>> y <<eso ya ha pasado, eso ya ha pasado... no está pasando ahora, porque ya pasó, en el pasado ¿lo entiendes? ¿Hace cuánto que no ves a mamá?>>

Se levantó de golpe, dejando que la radio girara sobre la colcha.

Se dio una vuelta, con las manos sobre la cabeza, y se puso a ver el aparato, con los ojos grandes, llenos de locura.

Un retumbo, otro, y otro, y cada uno acompañado de un grito y un gemido. Hasta que se volcó otra cosa y el bramido de dolor fue abominable. De haberlo escuchado en otra circunstancia Abraham no habría reconocido que era su madre.

Los retumbos venían acompañados ahora de un sonido posterior, primero duro, como los de antes, pero después disperso, como el que haría un bate al pegarle a una bolsa de arena.

Abraham comenzó a gritar.

La música empezó a restablecerse, tan lentamente como se había ido: una canción de Blue Oyster Cult “Don’t fear the reaper”.


 

 

29 de abril de 2009

 

 

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